jueves, 15 de julio de 2010

PERCEPCIÓN DE LO DIVINO EN EL ANTIGUO EGIPTO

REFLEXIONES EN TORNO A LA PERCEPCIÓN DE LO DIVINO EN EL ANTIGUO EGIPTO



Es innegable que a poco que nos detengamos en la observación de la singular composición del panteón del antiguo Egipto, y en la esencia misma de las múltiples divinidades, o más bien, para los restringidos colectivos sacerdotales de las clases superiores, hipóstasis del Único, que la voz del ser supremo es transmitida a través de la naturaleza, y que esta emite su mensaje, y respira, por los poros abiertos que son todas las especies y sus variantes. Si exceptuamos, claro está, las grandes y poderosas divinidades imperiales, propias de una teología oficial, encaminada a proteger los intereses dinásticos, militares y aristocráticos. Todos ellos en manos de los principales del reino, y que de esa manera impedirían la injerencia de las castas consideradas inferiores, en los diferentes niveles de poder. Así, a salvo de toda contaminación. Únicamente algunos miembros de las clases más humildes, debido a su especial talento, y a circunstancias favorables, ascenderían al sacerdocio, e incluso a la más alta magistratura, el faraonato. Un ejemplo de ello pudiera ser el caso del faraón Horemheb, último rey de la dinastía XVIII. Aunque también es cierto que no fundó ninguna casa reinante. Restaurador definitivo de la ortodoxia amonita, después del final desastroso de la herejía atoniana, capitaneada por Akhenaten y su bella esposa Nefertiti, de una duración de unos catorce años. Un advenedizo, procedente de la milicia, pero eso sí, con el coraje suficiente, y unas circunstancias adecuadas, que le llevaron a “La Gran Casa”. Convirtiéndose en monarca indiscutible. Señor de las Dos Tierras, rey del Alto y Bajo Egipto. El primer Ramsés, también militar y sin sangre real, sería otro ejemplo de lo que decimos. Este además, sí funda dinastía, y tan poderosa como es la ramésida. Ramsés I, este oficial de origen asiático, será el padre del gran Sethi I, quien a su vez tendrá, entre otros, como hijo, al poderoso Ramsés II.

De todas maneras, en los niveles más elevados del sacerdocio, la percepción de una divinidad única, resulta casi indiscutible. Sobre todo, dentro del entorno de la teología heliopolitana. Entre otras cosas, los textos de algunas tumbas, la sabiduría destacada en las enseñanzas de Kagemni, las advertencias del visir Ptahotep (papiro Prisse), y aún en las lamentaciones de Ipuver que pertenecen a un periodo tan remoto como es el Imperio Antiguo, se hace alusión expresa a una divinidad única, emocionada e interesada en las cosas humanas, sobre todo en el comportamiento. Dicen algunas de estas sentencias: “Cuando la previsión de los hombres no se ha realizado, se ejecuta la orden de Dios”, (Papiro Prisse, VI, 9,10) “Si eres respetuoso e imitas a un hombre sabio, toda tu conducta será buena ante Dios”, (íd., VII, 7,8)

También es verdad que el politeísmo desenfrenado y polimórfico, así como el fetichismo más grosero, propio, aunque no determinante, de los periodos intermedios y de las épocas bajas, conviven, sin aparentes conflictos, con las teologías más elaboradas, plenas de un misticismo profundo. De cualquier manera, se desprende de ello una tolerancia y respeto a toda clase de creencias, dogmas y teologías. Solo la sabiduría, asentada sobre bases firmes y empíricas, madre de la paciencia y la comprensión, conduce a tales comportamientos.

El respeto que aquella civilización sabia, mostró por el entorno natural en el que se movió, dejó bien sentado el elevado nivel filosófico y de entendimiento con aquello, que le caracterizó. Nada de su entorno natural escapó al sentimiento de respeto en la elaboración de sus códigos, dando como resultado la divinización de todos y cada uno de los elementos en mayor o menor grado. Comprendieron desde los orígenes que los humanos éramos, solo eso, parte integrante de lo natural. Su grandeza es posible que en parte proceda de haber comprendido aquello. Supieron ocupar su lugar, agrediendo al entorno solo en lo estrictamente necesario. Como ejemplo de ecología mayúscula, diremos que adoptaron el comportamiento feliz e inteligente de adaptar un desastre natural como eran las crecidas desbordantes del Nilo, a sus necesidades. Supieron sacar rendimiento de aquello, convirtiendo una especie de desastre natural y anual en algo positivo y rentable.

Un panteísmo muy singular, exquisitamente trazado y jerarquizado, presidió, en mi opinión, todo el desarrollo de aquella civilización, que con sus éxitos y sus fracasos, asombró, y todavía asombra al mundo.

Egipto, nuestro venerable abuelo, como decía Heródoto, todavía desde la noche de los tiempos, y desde la luz brillante de sus días y de sus hechos, continúa mostrándonos el camino a seguir. El ejercicio continuado y riguroso de la observación, conduce a los creyentes hacia Dios, y al ateo, lo lleva hacia la sabiduría y la verdad.


Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 29-05-2006

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