sábado, 10 de julio de 2010

GUARDAR LAS FORMAS O EL DISCURSO MELIFLUO

GUARDAR LAS FORMAS O EL DISCURSO MELIFLUO


Estos últimos años, suelen algunos medios, insistir en que los políticos, y por ende todo el mundo, debemos guardar las formas. En uno de estos medios, sobre todo, resulta tan molesta esa exigencia, por excesivamente reiterada, que parece querernos domesticar de tal manera, a través del lenguaje, que así cargan de eufemismos, muchas veces cursis y ridículos, dejando al argumento, prácticamente desposeído de su fuerza, y lo que es peor, difícil de comprender para una gran mayoría social de este país, ya de cierta edad, y cuya formación académica, es más bien básica en el mejor de los casos. Muchas veces es inexistente.

Pero lo que más me indigna, es que ese exigido respeto a las formas, de manera profunda, oculta el que a la clase política y a los poderosos, no se les llame, cuando se lo merecen, con los calificativos adecuados, y de manera clara que todos podamos entender, y con los que la mayoría estamos de acuerdo. No quieren reconocer que nuestro diccionario, además de términos bellos y halagadores, cuenta también con otros que son, por necesidad y justicia, contrarios. Se sienten ofendidos dentro de su excelso ego, riéndose por detrás, a lo mulo y falso, de las tropelías y abusos varios que algunos cometen, y de los que sacan un buen partido. Quieren hacerlo sin que se les llame por su nombre. Y aquí, que quede claro, no hablamos de insultos, que nunca lo serán, si definen con claridad rotunda, ciertos comportamientos a erradicar y castigar.

Y ya para rematar, decir desde aquí, que esas personas que desde los medios exigen ese respeto a las formas, parece que nunca se hubieran leído a los paradigmas históricos de la oratoria y la perfecta retórica. Y me refiero, entre otros muchos, a Demóstenes, quien, en sus admiradas Filípicas, utiliza constantemente contra Filipo de Macedonia, y contra su adversario político, colaboracionista de la política integradora de Filipo: Esquines, hijo de Atrometos de Cotócidas y de Glaukothea, una seguidora activa de los alegres delirios del culto a Dionisos, un vocabulario de una fuerza inmensa, gracias, en ocasiones, a las cosas chuscas, y que con pasión, a veces furibunda, esgrimía contra esos personajes. ¿Y qué diremos, si leemos algunos de los discursos y enfrentamientos, habidos durante años en el tan admirado senado republicano de la Antigua Roma, con protagonistas tan notorios como eran: el golpista Julio César, endiosado destructor de la República; Cicerón con sus exaltadas Catilinarias, implicando abiertamente a César en aquella torpe conjura de Catilina; Catón de Útica, llamado el Joven, y tantos otros? Su verbo encendido, asustaría a los mojigatos actuales, quienes pretenden interesadamente, domesticar nuestra oratoria, condenando a la reducción del diccionario a su mínima expresión, y al orador, escritor, o comentarista, a cargar de melifluas expresiones sus trabajos, invalidándolos al descargarlos de su fuerza. No debemos olvidar, que la reprobación a comportamientos de tal o cual nivel, deben tener la respuesta adecuada, y en ella, de manera incuestionable, se dispondrá el discurso con un léxico, en el que se han de incorporar los calificativos necesarios, y con la fuerza suficiente, nadie habla de insultos, aunque el insulto, en verdad, es ya aquel comportamiento inicuo a quien se dirige el orador, periodista, o comentarista. La justicia en este país resulta tan injustamente lenta, que en ello pretenden camuflar, y que se olviden, o se minimicen con el paso del tiempo, los asuntos a considerar. Toda una trama que lleva a decir que nadie es culpable, sin haber sentencia judicial en firme. Esto resulta insultante para el sentido común, y por ello para las gentes de bien, aunque no hayan opositado a cargo judicial alguno. Los tiempos de la justicia son unos, calculados, según interese, arteramente, cuando de poderosos se trata, y los de la sociedad, enterada probadamente de lo que sucede, son otros. La justicia oficial jamás debe situarse soberbiamente, como lo hace, por encima de la justicia que haga la sociedad. Debemos descargar a la justicia, al menos en este país, de unos privilegios obsoletos, que la incapacitan muchas veces, para un ejercicio judicial verdadero y justo.

¿Por qué no se le puede llamar, por ejemplo, majadero al Papa, si alguien así lo considera y lo argumenta? Que corten el discurso de un oyente activo, en un medio, por tal cosa, me parece algo tan surrealista que mueve a reírnos y escandalizarnos, del mojigato periodista encargado de ese programa.

Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 02-07-2010

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