miércoles, 30 de junio de 2010

ANTONIO PÉREZ: DIPLOMÁTICO CON TALENTO O TRAIDOR

ANTONIO PÉREZ, ¿COBARDE, TRAIDOR A SU SEÑOR, O PARADIGMA DEL POLÍTICO RENACENTISTA?


Negocios personales de sustanciosas plusvalías, promovidos en Italia, y aún dentro de la política de los sobresaltados Paises Bajos, generados todos ellos, al albur de su importante cargo político, heredado de su padre, Gonzalo Pérez, aunque con restricciones, como secretario de estado de Felipe II, rey de las Españas, geográfica y políticamente más extensas que nunca, en connivencia con altos cargos italianos y sobre todo asociado con doña Ana de Mendoza, princesa viuda de Éboli, y con el hábilmente manipulado Juan de Escobedo, de hado fatal, secretario personal del infante Don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos, habido con la hembra de timbrada voz y frescas carnes: Bárbara Blomberg.

Simonías y prebendas, así como todo tipo de bienes financieros e inmobiliarios, se generaron entre los dos pícaros asociados, la Éboli y Antonio Pérez, cuyas sentencias, tras largos y penosos procesos judiciales promovidos por el mismísimo rey, fueron tan contundentes que acabaron con Ana de Mendoza desposeída de sus privilegios y condenada a reclusión a perpetuidad en su palacio de Pastrana, donde murió, probablemente a causa de la tristeza infinita que la sentencia provocara en dama tan movida y agitada, adornada, además, de una aristocrática y despótica soberbia, desde la que muy ufana y segura, agredía, tanto a reyes e infantes, como a la misma Teresa de Jesús. Él, su socio Don Antonio Pérez, joven de modales aristocráticos y de rostro y cuerpo agraciado, que, aunque de estatura baja, seductor y encamelador, donde los hubiera. De inclinaciones sexuales muy amplias y variopintas, saltando de cama de doncella a diván aterciopelado de mozo tendido. El más amado de su corazón, que jugó con él a su antojo e interés, Robert Devereux, II conde Essex, el bello aristócrata inglés, condenado a muerte por la reina Isabel II de Inglaterra, antes su favorito, aquel virgo seco, insatisfecho y renegrido, que la incapacitaba para la pasión amorosa, buscando en la actividad regia más afilada un sustituto a tales placeres, causa de la mayoría de sus crueldades más mezquinas. Antonio Pérez, tras los coqueteos políticos con Enrique IV de Francia, y antes con su hermana, aquel rey del Bearn que para ser elevado al trono de Francia, no dudó en abandonar su ideología, profunda y violentamente defendida de hugonote irredento, y pasarse al catolicismo más fanático, con aquella frase: “Paris bien vale una misa” que deja bien claro lo que monarcas y mayoría de todo tipo de políticos y gobernantes piensan de su ideología cuando la sustancia de aquello que se les ofrece, aún siendo su contrario, es un bocado apetecible.

Tras la sentencia de Madrid, huye a tierras aragonesas, de donde procedía, abandonando cobardemente a su esposa y prole, con la intención de acogerse a los fueros de Aragón, que le amparaban, burlando así la justicia de Madrid y la mismísima autoridad del furibundo monarca y a su socia, la ígnea inquisición hambrienta de churrasco de Pérez, y que temía, que su ya exsecretario, hiciese públicos los papeles que tenía en su poder, en los que se le implicaba, entre otras cosas, en la conspiración que resultó en el asesinato de Juan de Escobedo, el secretario personal de su medio hermano Juan de Austria, el más bello e inteligente de los infantes de España, aunque fuese bastardo, y el rey, infame y envidioso de su valía, que más le veía como contrincante que como colaborador, ahí fue donde enredaron la Éboli y Antonio, no le concediese el tratamiento de alteza. Hoy sucede algo similar en la España de nuestra época con el infante don Leandro, tío natural del rey Don Juan Carlos I. Antonio, hizo creer al rey, que su medio hermano estaba conspirando en los Paises Bajos para hacerse con el trono, y armar un ejército con la intención de invadir España con la ayuda de Inglaterra. Cuando el rey se dio cuenta del engaño, ya era tarde, Juan de Escobedo había sido asesinado, y Don Juan de Austria también, aunque de manera más encubierta y difícil de probar.

No vamos a narrar todo el escándalo que este hombre provocó en la corte del rey de reyes Felipe II, con la invasión de un Aragón perplejo y angustiado, a la búsqueda y captura del traidor, y que además, tal gigantesca conspiración ayudó infinitamente al desarrollo de la leyenda negra que se iniciaba acerca del rey español y de su católica política que abarcaba, no solo España, sino media Europa y la mayor parte del continente americano, incluidas las colonias portuguesas, puesto que Felipe, como hijo de la bella Isabel de Avis, el gran amor de su padre, el emperador Carlos V, tras la batalla de Alcántara, una vez suprimidos los adversarios al trono, une los dos reinos en uno solo, pasando a ser Felipe I de Portugal.

Lo que trataremos es de discernir si este hombre fue un traidor a su señor natural, el rey de las Españas, o si realmente lo que fue es únicamente, un ejemplo como rey de las conspiraciones de la época, un representante de la elegante e hipócrita política italiana, país donde él se había formado, totalmente impregnada de las ideas surgidas de los escritos y tesis de Maquiavelo, tan en boga en todas las cortes europeas, y que daban pie y carta blanca, a todo tipo de manipulaciones políticas, donde las conspiraciones e intrigas eran las reinas de todas las cortes europeas, y cuya práctica era lo que realmente distinguía y hacía reconocer a los hombres de mayor talento. En esa línea, entonces, podríamos opinar que Antonio Pérez fue un brillante héroe diplomático, adelantado a su tiempo en lo que a Aquella España se refiere, víctima de un rey mojigato y fanáticamente catolicista y por ello limitado intelectual y políticamente. Muy similar a la mayoría de los arteros políticos actuales. De lo que se deduce que la política nada tiene que ver ni con ideologías ni con simpatías, ya que es, por lo que se ve, únicamente combinaciones de intereses, y nada más. Vamos, un fraude a los pueblos. Los altos cargos públicos y los líderes políticos, solo buscan, en mi opinión, un sobreenriquecimiento personal, y el encumbramiento propio y de los suyos, sin ningún tipo de escrúpulos, y si es posible a perpetuidad, tal como lo permite la injusta ley electoral de nuestro país, que les facilita todos estos comportamientos de manera abierta, y ante las narices de un amplio sector social, tristemente indiferente, católico y obediente, pasmado y paniaguado, y por ello, culpable de la falta de ideas que lleven progreso al país, y lo catapulten a los primeros puestos que internacionalmente le corresponden.

Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 30.06-2010

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