lunes, 25 de febrero de 2008

ENIGMAS DEL ANTIGUO EGIPTO

ENIGMAS DEL ANTIGUO EGIPTO

HISTORIAS DE SEGUNDAS ESPOSAS Y CONCUBINAS DURANTE EL IMPERIO NUEVO


Reinaba en Egipto el faraón, Señor de las Dos Tierras, dueño del Alto y Bajo Egipto, Amenhotep III, Neb-Maat-Re, (Imperio Nuevo, dinastía XVIII; 1395-1358 a.d.C.). El país era más floreciente que nunca, la paz era completa en todo el reino, así como en los territorios y provincias anexionados, y también en aquellos, dependientes por voluntad de esos pueblos, de servir y ser amigos del gran rey de Egipto. Era todo un honor el contarse entre los principados y países que se pudiesen llamar amigos de Egipto. Las riquezas de todo tipo inundaban pueblos y ciudades. El sol brillaba como nunca y las crecidas del Nilo llegaban propicias y en su fecha, con un caudal y una regularidad, tranquilizadoras, símbolo de buenas cosechas y apropiadas para las grandes construcciones estatales. La felicidad y la alegría se desbordaban en la corte del monarca. La ciudad palacio de Malkatta, recientemente construida sobre la orilla occidental del gran río era una fiesta continua. La moda femenina en aquellos días había dado un vuelco. La hermosura de las jóvenes se había visto incrementada por los nuevos colores de labios, un color teja hacía furor, y los rabillos de ojos y cejas se habían tornado para las más atrevidas, en metálico malaquita. La finura y el plisado de las telas de lino, así como los cortes y anudados de los trajes y túnicas, tenían la elegancia, entre atrevida e ingenuamente desenfadada, de los ropajes propios de una reina púdica con los pliegues en reposo. El mínimo movimiento producido por la brisa más suave, dejaba entrever por momentos, todos los encantos al desnudo de las elegantes y refinadas mujeres de Tebas. El tipo de peluca se había complicado y embellecido de tal manera, tanto para ellas como para ellos, que los precios se habían disparado, pero nadie que pudiese permitírselo dejaba de adquirir una de ellas. Los pródigos dioses de Khemet sonreían desde sus moradas a todo el país.

El joven amo Pentuer veía con placer como su prole disfrutaba jugando en las aguas del pequeño estanque, cuya superficie estaba cubierta casi al completo por las redondas hojas de las plantas de nenúfar, así como de las hermosas flores de la acuática planta. El aroma impregnaba el ambiente del pequeño jardín que a la hora del ocaso parecía que fuese un pequeño trozo de los bienaventurados campos de Ialú. Un grupo de palmeras datileras ubicado en la zona más occidental de aquel parque privado, recordaban en las formas sugerentes de sus copas que reverberaban al potente contraluz de la tarde, la reunión bullanguera de unos cuantos pavos reales con sus espléndidas colas desplegadas a punto de iniciar el cortejo con sus parejas. Dos hermosos ejemplares de palmera dum desplegaban sus grandes frutos bajo las copas en el extremo meridional. Las plantas más variadas, tanto autóctonas como exóticas traídas de los jardines del templo, así como de los mismísimos jardines del palacio real de Malkatta, daban a ese parque todo el empaque y belleza, propios de una noble mansión. Altos muros enjalbegados y pintados protegían de las miradas de extraños la privacidad del conjunto.

Por la pérgola, situada cerca del portal de entrada a la finca, cuajada de jazmines en flor que caían desde del techo, así como de glicinias con tallos retorcidos y añosos, con la mayoría de sus flores ya mustias, y aunque algún azul racimo se mantuviera fresco, la estación de Peret tocando a su fin, evidenciaba el final del período de floración de la enredadera. Las daturas, sin embargo, comenzaban a florecer espléndidas y más hermosas y odoríferas que nunca.

Pentuer, desde la terraza del piso superior de la casa de dos plantas, y a la sombra de un artístico cobertizo de cañas, contemplaba sin ser visto, los juegos infantiles de sus tres hijas, habidas con la esposa principal, la dama Mutnedjemet. Se conocían desde niños, eran primos carnales hijos de dos hermanos. Pentuer decoraba la tumba del monarca excavada en el Valle de los Reyes. Su actividad profesional era el iluminar los muros de aquellas residencias de eternidad de figuras de dioses y diosas entablando conversaciones, saludos y ofrendas con el faraón reinante. Como artista había alcanzado gran fama debido a la precisión de su dibujo y a la armonía de sus composiciones, así como por la sobria alegría del colorido.

Era un hombre influyente. Su hermano Isesi rendía su actividad como sacerdote en el templo de Khonsú en Tebas oriental. El mismo cargo sacerdotal que había detentado el padre de ambos, hoy difunto. Isesi había mostrado desde niño una naturaleza inclinada hacia el misticismo, disfrutando de las visitas al templo, cuando en algunas ocasiones, su padre lo llevaba, complacido de las inclinaciones del pequeño. Isesi solía preguntar a su padre y a los demás sacerdotes acerca de las figuras humanas y animales, enormes, que se prodigaban por los fustes de las columnas, de las pilastras y de los altos muros. Solía preguntar que era aquello que hablaban en silencio entre ellos. Su padre y los compañeros le respondían diciéndole que aunque hablaran en silencio, este era aparente, ya que sus conversaciones estaban recogidas en los textos jeroglíficos que acompañaban las representaciones pictóricas en relieve, y también las esculturas exentas. Para el niño todo aquello representaba un fascinante mundo cargado de magia y de encanto. ¿Cómo podían hablar en silencio aquellas figuras?, cavilaba el infante en su mente llena de confusas imágenes y de ideas y conceptos todavía muy complicados para su infantil edad. De todas maneras, Isesi sentía mayor interés por aquellas misteriosas conversaciones escritas que por la belleza de las figuras en si mismas. Los años pasaban. ¡Por fin comprendió! Los textos hablaban el lenguaje de los dioses, no por la sola representación gráfica de los mismos, ¡No, ello no era suficiente! Comprendió, cuando le explicaron que las sagradas escrituras tenían todo su valor y efecto solo cuando el sacerdote adecuado formulaba las palabras mágicas, cargadas de un significado misterioso, al tiempo que derramaba sobre aquellos jeroglíficos escritos en las paredes, el agua lustral que los sacralizaba. Era entonces cuando esas palabras y frases escritas se cargaban de todo el poder propio de las divinidades que entre sí se comunicaban. El niño entonces cerraba los ojos y por la magia de su propia sensibilidad veía a los dioses y al faraón, el dios vivo, moverse, al tiempo que les escuchaba hablar entre ellos. Nunca vio en su mente, reírse a los dioses, a lo más, una sonrisa congelada se dibujaba a veces en sus bocas y rasgaba algo sus frías miradas.

Pentuer, cuando acompañaba a su padre al templo, disfrutaba más de la belleza de las figuras que del significado de los textos. Él solía comprender el diálogo mudo de las bellas representaciones de aquellos dioses de perfecta belleza, y de las diosas encantadoras que, al contrario de lo que pensaba Isesi, sí reían y tenían gestos amables, y aunque hieráticos como muñecos articulados, no dejaban de aparentar felicidad y un hechizo arrebatador, dentro de aquel mundo tan lejano y al mismo tiempo tan cercano, debido a las numerosas representaciones murales, como eran las inalcanzables y complejas moradas de las sublimes entidades divinas.

Las niñas jugaban con las aguas del estanque viendo nadar a los pececillos de colores, quienes atemorizados huían a esconderse bajo la vegetación de nenúfares y otras plantas acuáticas, así como dentro de los orificios practicados en las piedras depositadas en el fondo como refugio.

Las carcajadas de las chiquillas tenían hechizado al padre, al ver como disfrutaban en sus infantiles juegos, cuando de pronto vio desde su privilegiada atalaya, deslizarse, proveniente de la calle, desde la pérgola, por entre el ramaje de los jazmines y de las glicinias a un chiquillo algo menor que sus hijas, la menor de las cuales tendría unos ocho años. El pequeño no iba más allá de cinco.

Como un gracioso y cauteloso mono sabio se descolgaba por entre el ramaje espeso e intrincado de uno de los laterales de la pérgola. Las niñas ajenas a tal aparición continuaban con sus juegos y sus conversaciones. La mayor, de uno doce años, se aburría hablando de cosas de niñas cuando ella ya había sido prometida a un pariente próximo, aunque político. Ya que era el muchacho, hijo de la segunda esposa de un tío abuelo, y que esa esposa había aportado al matrimonio, pero hijo de otro marido anterior. Esa segunda esposa de aquel tío abuelo era bastante rica y había traído un buen patrimonio al nuevo marido. Al anterior lo había repudiado por adulterio demostrado. Y por ello recuperado todo su patrimonio personal íntegro, y también aquel que le pertenecía como bienes gananciales.

El niño se acercó sigilosamente a las tres hermanas, que estaban de espaldas, al tiempo que arrojaba por encima de sus cabezas una piedra al agua del estanque, chapuzando de sorpresa a las desprevenidas niñas. El susto fue de impacto. Una vez recuperadas corrían tras el travieso Setnajt, increpándole y agitando las manos como furias posesas. El gato que dormitaba y el pequeño tití que se rascaba nerviosamente, saltaron, maullando uno y gritando el otro, como almas que lleva el diablo. Las ocas que se espulgaban a la sombra de la casa coreaban con sus alarmantes gritos aquella escena hilarante.

El padre, Pentuer, desde la terraza se moría de risa con el accidente sufrido por sus hijas, y provocado por su adorado Setnajt. El hijo habido con su segunda esposa. De la concubina Tanit tenía un varón y una hembra de tres y un año de edad.

Pentuer se vanagloriaba de su numerosa prole y de sus mujeres. Es bien cierto que los hijos de la concubina no tendrían los mismos derechos legales que los otros, los de la primera o segunda esposa. Y también es cierto que la concubina al ser de extracción humilde y esclava, podía ser vendida o alquilada a otros amos, si bien Pentuer no tenía pensado hacer nada de eso, sino reconocer a los hijos habidos con ella y repartir con ellos a partes iguales la herencia con los demás hijos. Aunque Tanit nada había aportado al patrimonio familiar, solo su belleza y su trabajo, que debido a esa hermosura que la distinguía, el amo había hecho liviano, en lo posible. Sencillamente se dedicaba, a parte de satisfacer al señor, a tejer en el enorme telar que le había instalado en un cobertizo adosado a la parte de atrás de la vivienda y al cuidado de los ancianos de la casa.

De todas maneras, tanto Mutnedjemet como Sithathor, la primera y segunda esposa, que eran mujeres consideradas ricas por familia, no sentían aversión alguna por la hermosa concubina. Ellas eran por derecho la primera y segunda señoras de la casa. Aunque si bien es cierto, era Mutnedjemet la que por derecho propio detentaba el título indiscutible de “Señora de la Casa”, que la distinguía del resto de las esposas o concubinas que pudiese haber, tanto en esta como en otra familia cualquiera.

Tanto Mutnedjemet como Sithathor llevaban rigurosamente las cuentas del producto de sus propias tierras y de las cosechas, ayudando a su marido en el recuento de las suyas. Y aunque los graneros distribuidos por el patio trasero estaban rebosantes de grano ya que la cosecha, ese año, se había adelantado, comenzado casi un mes antes de lo habitual, también se disponían lugares dentro de los graneros, para depositar todo tipo de objetos destinados al trueque, ya fuesen de metal, cerámica, piedra, marfil, o cualquier otro tipo de material, y que formasen parte del rico tesoro de la casa.

Ahí, en esos espacios, dentro de los graneros estaban, en compartimentos diferenciados, los objetos de cada uno, tanto los de las esposas como los de Pentuer. Juntos, pero no revueltos. Eran el producto rentabilizado de las tierras y animales propios de las esposas.

La concubina Tanit también generaba con su trabajo en el telar sus propios beneficios. Las hermosas alfombras, tapices y cortinas que tejía con gran habilidad y destreza, solía llevarlas al tenderete que montaba cerca del templo de Amón en el Karnak con la subida de las aguas y aprovechando las grandes fiestas fluviales del dios Amón-Re.

Allí, durante tantos días de fiesta exponía sus primorosos trabajos, que ayudada por la contemplación de su belleza que resultaba un regalo para la mirada de los hombres, tanto jóvenes como viejos, vendía con muy poco esfuerzo. Al anochecer llegaba a casa con el producto de las ventas que iba arrinconando en un departamento exterior, pero bien guardado, de los graneros.

Sithathor, si bien nunca había sentido celos de Tanit, ya que ella había logrado sacar adelante al pequeño Setnajt, después de la muerte de otros tres hijos prácticamente al nacer, ahora que la pareja de la concubina se desarrollaba fuerte y sana, comenzaba a albergar algún sentimiento de rencor hacia ella. Además, había notado un cierto interés de esta por un joven trabajador de la casa vecina, un buen mozo, quien parecía asimismo que tampoco le era indiferente la joven y bella Tanit. Pero, de ninguna manera, habían dado, ni el uno ni la otra, motivo de habladurías. Nadie podía poner en duda la fidelidad y lealtad de Tanit hacia Pentuer. Sithathor lo sabía muy bien, pero muy escondido llevaba el deseo de que Pentuer repudiase a la joven hilandera. Pentuer, con sus veintinueve años era feliz con sus compañeras, aunque es bien cierto que Tanit nada aportaba de su trabajo a la hacienda familiar, solo cuidando a los mayores de la familia que eran varios, en sus molestas necesidades. Solo tejía cuando esas actividades le permitían algún tiempo libre, generalmente por la noche, si es que el señor no acudía a visitarla.

La señora de la casa y la segunda esposa estaban por encima de aquellas actividades, propias de esclavas o de mujeres pertenecientes a familias de condición humilde. Esos trabajos, Tanit, los desempleaba muy bien, con buen trato y cariño a los abuelos y a las ancianas de la familia, quienes agradecían el cuidado con que les trataba, e incluso los desvelos con que ella los solía atender.

II


El sacerdote Isesi solo había conseguido criar un par de hijas de su segunda esposa, Renenutet, hija de un sacerdote de rango menor, al servicio de un pequeño santuario de la diosa Bastet, “aquel que limpia los suelos de la casa divina”, de nombre Menkhauhor. Debido a ello, había ascendido de cargo, ya que su yerno, en reconocimiento por la fecundidad de su hija, y aunque eran de procedencia humilde, y sin posibles para entregar una dote al templo que sirviera para potenciar un ascenso, lo consiguió a través del nacimiento de aquellas dos niñas que su hija dio al gran sacerdote de Khonsú, Isesi.

Renenutet, después de haber sido repudiada la primera esposa de Isesi, no debido a infertilidad, sino a que sus alumbramientos resultaban siempre en fracaso. Las criaturas, o bien no alcanzaban el tiempo adecuado de embarazo, o bien nacían muertas, después de un embarazo, aparentemente normal, o morían al poco de nacer, Renenutet, por ello, se había convertido en la señora de la casa por derecho propio.

La repudiada Menkheret, mujer de casa pudiente, y de familia de magistrados, cargos sacerdotales dependientes del templo de Thot, no había perdonado tal humillación. No porque Isesi la repudiase, cosa habitual en tales circunstancias, sino por la desvergüenza y arrogancia desprendida de los comentarios de Renenutet, después que esta parió las dos gemelas sanas y regordetas, y encima logró sacarlas adelante sin esfuerzo alguno.

Cuando Menkheret salió de casa de su marido con todas sus pertenencias propias y lo correspondiente de gananciales, camino de la casa de su padre, quien ya había arreglado un nuevo matrimonio para su repudiada hija, nadie sabía, ni siquiera Menkheret, que la semilla de su marido comenzaba de nuevo a desarrollarse en su vientre.

Ella había comentado en varias ocasiones con Isesi, que posiblemente la muerte prematura de sus niños pudiera ser el resultado de haber utilizado hasta la saciedad los anticonceptivos que la ginecóloga Ashayt les había proporcionado antes de determinar casarse y fundar una familia. Isesi le decía que ello era una tontería, ya que la mayoría de los jóvenes utilizaban desde siempre esos medios para no tener prole, cuando solo pensaban, además, en lo placentero de la unión, y también para comprobar si la pareja era adecuada, para que luego no hubiera sorpresas.

A las pocas semanas del divorcio, ya arreglado el matrimonio con la nueva pareja, y celebrado el banquete en la propiedad familiar. Y una vez arreglados los documentos entre ellos, ya que ni religión ni estado tenían nada que ver en tales asuntos que se consideraban totalmente privados, la novia Menkheret, después de tomar unos dulces se sintió mareada y con necesidad imperiosa de vomitar. Las náuseas y arcadas ante la visión de algunas de las viandas de los platos, pusieron en alerta a la ginecóloga Ashayt y a las dos parteras invitadas a la fiesta de boda. Después de un sencillo reconocimiento ginecológico, el diagnóstico, sorprendente, sobre todo para la aturdida Menkheret, arrojaba el resultado inequívoco de embarazo. Menkheret, la repudiada, estaba de nuevo encinta de su anterior esposo. La noticia, después del primer momento de estupor devino en alegres carcajadas y en comentarios jocosos y picantes de todo tipo. Pero sobre todo, fue el nuevo marido quien saltaba de contento, y bromeaba diciendo que había adquirido, por el mismo precio de la vaca, a esta y al ternero. ¡Mayor felicidad y negocio no se podía esperar! Y si el resultado resultaba fructífero, y la criatura se lograba, loas para Hathor, las siete hadas benefactoras del nacimiento, y sobre todo ofrendar de inmediato al malformado genio Bes, protector de las embarazadas, quien con sus cabriolas y fealdad alejaría a los malos espíritus que podrían aparecer durante el alumbramiento y perjudicar al neonato.

La noticia en casa de Isesi tenía el sabor amargo de la raíz de la mandrágora, sobre todo para él, aunque la recién ascendida a señora de la casa, Renenutet, también se le revolvía la bilis en el estómago, pensando en que posiblemente hubiera cambios en su pareja que ya creía estable y sin sombras. Esto no la dejaba vivir en paz, aunque supo de la gran alegría de los recién casados, tanto del nuevo esposo de Menkheret como de ella misma. La burla a su anterior marido, pensaba Menkheret, siempre que la criatura se lograse, resultaría más ácida para Isesi, que el sabor del mango verde.

III


Setnajt corrió escaleras arriba, riendo como un diablillo, tratando de refugiarse ente las piernas de su padre, huyendo de las furibundas medio hermanas quienes aún no se habían recuperado del remojón, producido por el impacto de la piedra, recibido en sus rostros cuando jugaban sentadas sobre el brocal del estanque, embebidas, las dos más pequeñas, con los comentarios de la hermana mayor, Nefrure, en torno a las delicias de su pronto matrimonio, ya que su edad, doce años, era adecuada a esa nueva vida. Además los padres de una y del otro, viendo que los adolescentes se querían, pensaban no necesitar el dejarlos que conviviesen previamente, puesto que la atracción era mutua y satisfactoria. Como quiera que fuese, Pentuer, aparentando seriedad, y aunque protegió al niño de la furia de las jovencitas, le reconvino para que no volviese a las andadas, ya que habitualmente las atormentaba con sus travesuras de manera súbita. El niño juró riendo que no volvería hacerlo, pero ya su mente proyectaba, y su padre lo sabía, otra sarta de travesuras.

A las niñas, algo soberbias al saberse hijas de la esposa principal, y aunque querían al pequeño medio hermano, este, no olvidaban, era hijo de la segunda esposa Sithathor. Pero tampoco se les escapaba la preferencia que el padre sentía por aquel diablillo travieso, de ojos muy negros, y con una sonrisa tan amplia y descarada que en sus carcajadas cantarinas mostraba una dentadura, que aún de leche, anunciaba la blancura y perfección de la próxima dentición. Aquella risa desvergonzada y pícara hechizaba a su padre y a toda la familia.

Sithathor, la madre del pequeño Setnajt, aún teniendo unas relaciones más que cordiales con la señora de la casa, intuía que no le parecía muy bien a esta, el trato de preferencia que el esposo de ambas daba al retoño de la segunda esposa.

Desde luego nada hacía prever un desasosiego en una familia tan, aparentemente al menos, bien llevada. Pero la verdad es que entre unas cosas y otras, la procesión, iba por dentro de cada una de las mujeres. Se acrecentaba al ir cumpliendo años toda aquella prole, en que cada uno de sus miembros pretendía ir marcando su terreno según la importancia de parentesco o de oficialidad. Ninguna de aquellas mujeres e hijos pensaban en los sentimientos de Pentuer. Lo único que les importaba era colocar a cada uno de sus hijos en la mejor situación con vista a la herencia y a la supervisión del patrimonio familiar.

IV


Sithathor, a través de conversaciones mal intencionadas con Mutnedjemet, la señora de la casa, había conseguido que Pentuer decidiese prescindir de Tanit como concubina y emparejarla con uno de los esclavos de la casa que desarrollaba duros trabajos en las tierras más alejadas de la hacienda.

Entre las dos consiguieron inocular la duda y la sospecha en el corazón del liberal Pentuer. De todas maneras, el artista dejó bien claro, que los hijos de Tanit quedarían a cargo de su padre, y disfrutarían de su porción en la herencia y en la instrucción de su formación académica o de cualquier rama profesional, para la que los niños tuviesen más cualidades. Esta decisión de Pentuer, con la que no contaban, enervó a las señoronas, quienes a partir de ahora, sí, sintieron ya, una abierta aversión hacia la concubina. La guerra se agrió cuando Tanit se vería obligada a casarse con quien no quería, teniendo además un amante a quien adoraba, aquel buen mozo, trabajador libre de la hacienda vecina.

Las relaciones ente ellos habían llegado ya a ser públicas puesto que el señor Pentuer, había repudiado a Tanit. Por lo tanto esas relaciones ya no significaban adulterio alguno. La antigua concubina era libre, según la ley, de buscar relaciones de convivencia íntima o maridaje.

De todas maneras, las dos señoras no estaban dispuestas a que la antigua manceba pudiese casarse con alguien libre, que prestaba sus servicios en la hacienda vecina, como contable, y que además, no carecía de patrimonio propio y familiar, alcanzando de aquella manera un estatus social igual al de ellas, cuando siempre había sido eso, una barragana. ¿Cómo iban a relacionarse con ella en las fiestas y otros actos oficiales como si fuesen iguales? Eso no lo podrían consentir, por lo tanto habría que casarla con el esclavo de la familia. De esa manera sería muy difícil que ella pudiese alcanzar la libertad y la emancipación total.

Pero las linajudas señoras, en su soberbia, no contaban con las leyes que regían en el país. Tanit dio el paso y acudió a los tribunales. Después de analizar el caso y viendo el amor que la pareja se tenía, dictaminó el magistrado juez que en Egipto el amor era libre y que cada uno elegía su propia pareja sin que nadie pudiese inmiscuirse en cosas tan íntimas y privadas. Después de la reprimenda a las señoronas, e incluso al pobre Pentuer que nada, o casi nada había tenido que ver en aquel asunto, el juez de la plaza de la Verdad en Tebas occidental, en donde se llevó el caso, dictaminó, en sentencia inapelable, que Tanit y el mozo Kanefer, podrían hacer con su relación de pareja lo que les apeteciese, pero que nunca se podría obligar a la joven a casarse con quien ella no quisiera. Dijo que las leyes estaban por encima de los caprichos e intereses de nadie, por muy importantes que algunos se creyeran. Antes de dar carpetazo sentenció que los hijos de Pentuer habidos con Tanit quedaban, obligatoriamente por ley, bajo la responsabilidad y protección de su padre, a no ser que Tanit y su nuevo esposo decidieran llevárselos con ellos, y siempre y cuando las posibilidades económicas y sociales no fuesen inferiores a las de la familia de Pentuer. Si los niños iban con su madre al nuevo núcleo familiar, Pentuer tendría la libertad de seguirlos tratando y amando como antes del suceso. La familia, dijo el juez, nunca debiera romperse, sino afirmarse y complementarse en las nuevas relaciones. Sencillamente la familia se había incrementado.

De esta manera, termina el relato de Pentuer el artista, y sus mujeres. Las leyes, terminó diciendo el magistrado, cuando son justas y humanitarias, siempre han de prevalecer por encima de todo y de todos, sin importar cual sea su nivel social. Aquellas que no lo son, deben de ser protestadas por el pueblo que es el más sabio.

Después del caso perdido por aquellas caprichosas damas, la discordia creció en sus corazones entre ellas mismas, ya que desaparecida Tanit, entraban en conflicto los intereses por Setnajt, propios de su madre Sithathor, con los de las tres niñas de Mutnedjemet. La solución la dio Pentuer. El niño mostraba aptitudes artísticas como su padre, a nadie ofendió por ello que pasara a llevar la instrucción adecuada para ese arte. Las mujeres, aunque podrían encaminarse por esa actividad, no era lo frecuente, tenían otros oficios, y otras carreras, por lo tanto, por ese lado, todo arreglado. No discutieron más las señoronas. La lección del juez, y la determinación del irritado Pentuer, les sirvió para toda su vida.

V


Menkheret estaba realmente exultante con su embarazo, si bien, los abortos y muertes prematuras de sus bebés anteriores la preocupaban algo, aunque Ashayt, la ginecóloga, le daba confianza, ya que controlaba constantemente la evolución del proceso. Un día Menkheret sintiéndose algo mal, fiebre ligera y pesadez en el vientre, así como un olor nauseabundo, como a pescado podrido, mandó llamar inmediatamente a Ashayt.

Ashayt, muy preocupada, diagnosticó de inmediato una metritis. No dijo nada pero, y aunque no era corriente, debido a la inflamación del útero, y a los abortos anteriores de la embarazada, podía alertar sobre un cáncer. Sin pensárselo dos veces, preparó un tratamiento combinado, que pensaba, al menos, según su experiencia, y la de muchos médicos anteriores, podría resultar efectivo en unas cuantas sesiones continuadas. De ser el resultado positivo, desaparecería de inmediato la sospecha de tumor maligno. Preparó una buena cantidad de hierba llamada “parietaria” que recogió, como de costumbre, al pie de la pared sur de los muros de la pequeña necrópolis cercana. Un cementerio recogido y solitario, ubicado en la ladera de una pequeña colina que en talud descendía sobre el valle, en las estribaciones desérticas, pero a donde trepaban algunas de las plantas del valle, debido a la humedad retenida después de la retirada de la inundación, y utilizado por las familias vecinas. Allí, entre la escasa vegetación de raquíticas ortigas, coloquinto, ombligo de Venus, y en las oquedades lagartijeras, e intersticios de las erosionadas piedras, solía desarrollarse esta beneficiosa planta medicinal, propia para las enfermedades genitales femeninas, y que ella, por su oficio conocía muy bien. Luego, de allí se dirigió al campo, en el valle, y en los terrenos de cultivo ya cosechados buscó otra preciosa planta, cuyas sumidades floridas obrarían milagros en el tratamiento de la enfermedad de su amiga y paciente. Cuando encontró la hermosa milenrama, planta de múltiples propiedades y aplicaciones, unas con flores blancas y otras rosadas, recogió solo las necesarias y las llevó a su clínica.

Después de la revisión a sus plantas clasificadas en cajitas y anaqueles, colgó a secar, a la sombra y bien aireada, la milenrama que traía. Comprobó, que la recogida la pasada temporada, estaba perfectamente, y en condiciones óptimas de utilización, ya que su olor así lo confirmaba lo mismo que la textura que aún no se había tornado quebradiza. No había perdido nada de sus propiedades medicinales.

Se encaminó hacia la casa de Menkheret a quien encontró muy preocupada y pálida. Preparó una infusión con la parietaria, en la dosificación adecuada, y cuando esta estaba tibia ordenó baños vaginales, durante unos diez minutos, tres veces al día, luego, con las sumidades floridas de la milenrama seca, encendió un fuego sin llama, del que solo salía un humo blanquecino y denso de olor agradable. Hizo ponerse en cuclillas a la dama de la casa, y al tiempo que salmodiaba mágicas fórmulas y oraciones ininteligibles, aquel sahumerio envolvía y penetraba en el útero enfermo de Menkheret.

Durante varios días estuvo Ashayt preocupada por su amiga, visitándola, una vez que terminaba su horario de consulta y después de ejercer la obligatoria medicina gratuita a todos los pobres de su jurisdicción sanitaria. Por las tardes se encaminaba hacia la casa de Menkheret para comprobar el resultado de aquel tratamiento. Aunque esa tarde había recibido varias visitas de jóvenes parejas, que como era habitual, venían a solicitar el tratamiento anticonceptivo más adecuado, ya que de momento no pensaban tener hijos. Más tarde ya se vería, ¡en fin! , lo de siempre. A la muchacha de la última pareja que trató, le recomendó como más idóneo para su sistema, que se colocara un tapón en la vagina hecho a base de un majado compuesto por resina de acacia, coloquinto, miel y dátiles (papiro Ebers, receta 783).(La goma de acacia, se ha comprobado, que fermentada, mata los espermatozoides)

A las cuatro semanas de tratamiento en la enfermedad de Menkheret, se confirmó que el resultado era positivo, aunque para ratificarse más en ello, y no dejar posibilidad a una recaída, le recomendó que continuase con él algunos días más.

La sospecha de un posible cáncer de útero se esfumó. Por suerte, la joven señora, quedó totalmente limpia de impurezas en su intimidad más profunda. Ashayt, sin duda, era una buena especialista en las enfermedades propias de la mujer.

Cuando la enfermedad fue destronada del cuerpo de Menkheret, tanto ella como su nuevo marido, deseaban saber si sería varón o hembra lo que se estaba gestando en el vientre de la señora. Aunque es verdad que no sentían preferencia alguna por el sexo de lo que viniese. Sencillamente por curiosidad, y por otra parte, si resultaba ser un niño, Menkheret daría por satisfecha su venganza contra Isesi, quien teniendo solo dos niñas, las gemelas, habría maldecido aquel día en que la repudió.

La fiel y leal Ashayt había preparado dos saquitos de lino, conteniendo uno, granos de cebada y el otro de trigo, mezclando en ambos algunos dátiles y arena. Llevó esa mercancía a casa de los esposos y les indicó que cada día, ambos saquitos deberían ser regados con la orina de Menkheret. Si el trigo germinaba primero, entonces lo que nacería sería una niña, si por el contrario, lo que primero germinaría fuese la cebada, entonces habría de ser un niño lo que Menkheret trajese a este mundo. Y si ninguno de los dos germinaba, entonces no nacería nada productivo.

Después de varios días de ansiedad y espera, la cebada germinó primero. Había pues que prepararse para el alumbramiento próximo de un varón. Y aunque algunas veces, muy pocas, el experimento fallase, no era cuestión de pensarlo así. La ilusión de la espera y de la venganza cumplida, se aproximaban.

Menkheret dio a luz un hermoso pequeño, que, ¡misterios de la vida!, tenía el pelo rojizo, y con el pasar de los días, los ojos, se confirmó, eran de un intenso color azul. Cuando Isesi supo la noticia, una especie de ansiedad y comezón le reconcomían el espíritu y el cuerpo. Su desasosiego lo mantenía en una especie de frenesí que le impedía realizar sus obligaciones en el templo, con la disciplina y atención necesarias. Se vio obligado a tomarse unas semanas de baja.

Nadie vino a mostrarle a su hijo, ni tampoco fue invitado a visitarle, cosa que deseaba ardientemente. No pudo acudir a la ley y reclamarlo como suyo, y aunque lo era, y todos lo sabían, legalmente no podía demostrarlo. La criatura había nacido, justo después del tiempo perfecto de un embarazo, que coincidía, además, con los meses de casados de la nueva pareja.

Un antepasado de Isesi, según el árbol genealógico de la familia, oriundo de alguna zona del norte de Siria, ya cercana a Hatti, el país de los hititas, tenía estas características, que no volvieron a reproducirse en sus descendientes hasta el nacimiento de su hijo con Menkheret. Se dice que aquel antepasado, pertenecía a la etnia de los Hicksos invasores, pero que fue uno de aquellos conversos que prefirieron colaborar con los nativos, durante las guerras de liberación, y quedarse en Egipto, país del que ya se sentía hijo, identificándose con esa tierra que era la única que como patria reconocía. Era ya inmigrante e invasor de segunda generación.

VI
EPÍLOGO


Después de todo este colorista lienzo, que hemos creado, con el único fin de reflexionar y conocer, aunque sea someramente, algunos de los aspectos sociales, legales y familiares del Antiguo Egipto, diremos que el harén, por llamarlo con el nombre más acostumbrado, nada tiene que ver con los conocidos harenes islámicos en donde las mujeres están encerradas en una especie de cárcel de oropel esperando impacientes la visita del semental sultán o maharajá hindú. De ninguna manera es así. La poligamia en aquella remota época era necesaria por varias razones; la primera, debida a que la numerosa mortandad infantil era lo habitual, y la segunda, que muchas mujeres también morían durante el parto. Pero siempre las mujeres en el Egipto clásico, y hasta al menos, la emisión del llamado decreto contra la mujer, durante el reinado de Ptolomeo IV Philopátor (221-204 a.d.C.) las mujeres, aun después de casadas gozaban de todas sus libertades y derechos en igualdad con el varón.

Incluso las personas sin hijos y solteras, eran respetadas lo mismo que las fecundas y casadas, y nunca, al menos socialmente, se les privó de su dignidad con burlas o chascarrillos. Las leyes las amparaban, y ello, de manera indiscutible, se mimetizaba en el comportamiento social. Ptah-hotep sugiere que muchas de esas personas que son célibes ya en la madurez y no quieren hijos, podrían ser grandes sacerdotes si se dedican al servicio de los templos, ya que su tiempo será precioso si lo disponen al completo para la experiencia maravillosa de las profundidades teológicas y para el estudio de las insondables verdades del más allá.

El sabio Ptah-hotep, en sus conocidas máximas, y entre otras cosas, decía: “No critiques al que no tiene hijos, y no te jactes de tenerlos tú; hay muchos padres que viven en la tristeza por el comportamiento de sus hijos, y muchas madres que hubieran deseado no haberlos parido, mientras que otras sin hijos, viven mucho más serenas y felices”

En el ámbito de las adopciones, parece que también, aquel Egipto disponía de leyes muy bien formuladas. Aparte de la adopción habitual de hijos e hijas jóvenes, cosa que era corriente, sin apenas dificultades y primando siempre los intereses del adoptado, está el caso, para nosotros curioso, de la dama Nanefer, quien casada con un palafrenero, Nebnefer, vivía desahogadamente y con un patrimonio nada despreciable. La pareja no tenía descendencia, y su marido, viendo que de alguna manera sus parientes, si ella quedaba viuda, podrían ponerle dificultades en la herencia, entonces decide adoptar a su propia esposa como hija, para que de esta manera pudiese ser la única legataria de la herencia. Así fue, quedó viuda y nadie pudo causarle problemas con aquel patrimonio y los privilegios que se devengasen del cargo que había tenido su marido ya difunto, y a quien sobrevivió dieciocho años, no casándose nunca más, ni teniendo hijos, y ayudando generosamente a los parientes de su esposo, quien en vida, y por amor, se había convertido en marido y padre.

Eduardo Fernández Rivas
Fiunchedo; 23-10-2006

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